Se
dicen malas groserías, pero aquí no. Bares y códigos de conducta.
Joaquín
Ortega
Andar a pié en Caracas, una ciudad en donde llegar tarde
es una costumbre –incluso hasta bien vista- obliga a desarrollar ciertas
experticias peatonales: encontrar cobijo en tiendas donde no se cobra por
mirar, desplegar una visión lateral e intuitiva, frente a automotores que
viajan a contravía, hacerse pasar por un entrenado vecino de un barrio recién
descubierto, aún a sabiendas de que se está perdido. Igual pasa sí se anda en
automóvil -o sí se vale el ciudadano, del transporte público que mejor le
convenga- En fin, saber guarecerse del sol, la lluvia y de personajes
sospechosos es todo un arte tan ancestral, como posmoderno.
De lo irreal, pasamos a lo grato, y de allí otra vez a lo
extraño, así que para contar algunas historias urbanas, es necesario inocular en
el sistema citadino ciertas dosis de verosimilitud: en pocas palabras, hay que
aceptar la aparición, frente a nuestros ojos de ciertas islas de paz, casi
salidas de un cuento de las mil y una noches -o de la mente arquitectónica de
algún adelantado de los no lugares-
donde por obra y gracia de ciertos néctares, se desinhibe la mente, pero no la
lengua.
Bares
de buena palabra
Para muchos beber es un acto social, en donde el chiste
le da paso a la confesión, la algarabía se conecta con el llanto o simplemente
se viaja sin frenos -y sin temor al impacto- hasta una tierra en donde el
grito, el asesinato selectivo de canciones populares y la mofa propia -y ajena-
se revuelven cual huracán de efervescencias y anécdotas. Pocas comarcas como el
bar para representar una negación de nosotros mismos o para actuar bajo los
parámetros de nuestras inconsciencias, desmanes y abandono de acartonamientos.
Entre
buenas y malas groserías
Como la vida nos enseña, una cosa es lo que parece el
cofre y otra cosa es lo que guarda en su interior; así, en Caracas dimos con
tres rellanos, que separados de la natural beligerancia callejera, comparten
con el público su extraña naturaleza de sombra, sonido y frescura. Tres bares, cafés, restaurantes que le dan al
huésped temporal una estadía con personalidad y saborcillos…y sobre todo un
chance para las palabras, bien o mal dichas, mal o bien pronunciadas, eso sí:
alejadas de groserías, palabrotas e insultos. Es la verídica visita a templos
del beber –y hasta del juego- en donde un código no escrito de conducta verbal
se impone entre los presentes.
La
Vaquera
La Vaquera es un negocio familiar en Los Dos Caminos, Municipio
Sucre, uno de los últimos reductos de un local con puertas batientes. Se llama así
porque los visitantes –casi siempre hombres jornaleros, comerciantes de café y
tabaco- ataban frente al local a sus caballos y carretas, hasta bien entrada la
primera década del siglo XX. Algunos lo llaman simplemente “El Vaquero”. Las
reglas son básicas, algunas escritas, otras no. Se pueden impartir de
inmediato, se van conociendo, al volverse asiduo o por el sentido común. Así
habla uno de los que despachan: adentro no
se sueltan groserías, no se fuma, no se alza la voz, sin necesidad. Se pueden berrear
canciones –desafine usted o no- hasta no más allá de las 9 de la noche. Si no
ha terminado su tercio –cervezas- o tragos, cuando se indique que se va a
cerrar, no debe apurar el trago. Siempre se permiten unos minutos para el pago
de las cuentas y la satisfacción del cliente, a quien nunca se le desea que se
vaya atragantado o apurado.
A la hora del juego: dominó -a veces baraja española- el
lenguaje corporal, así como el de las manos es clave. Reanuda, mientras observa
de reojo, el futuro vaso vacío de un cliente: los gestos obscenos deberán bajársele dos. La participación en el
esparcimiento es sin apuestas de dinero ni uso excesivo del doble sentido. Usted
dirá, que parece un colegio o el casino de una escuela de oficiales. La diferencia es que nadie usa uniformes.
En la Vaquera, sin duda el respeto se desliza naturalmente, no está formalizado
por jerarquías, más allá de la civilidad de cada concurrente.
Dime
dónde bebes y te diré quien eres
Del ánimo de una barra o de una mesa despejada, se puede saber
de buena tinta, tanto o más de la psicología de un personaje, sin pasar por la
penuria de leer una sinopsis televisiva o cinematográfica. De hecho, desde hace
un buen tiempo, los narradores visuales estudian al local, al lugar donde
ocurren las acciones como un sujeto aparte y contingente, es un protagonista
adicional: ¿Qué sería de un actor en el
infierno, sin el infierno mismo para llevar adelante sus acciones?
Los locales que elegimos, para que sean una casa para la
bebida y el refresco, hablan de nuestras necesidades humanas. Podría decirse
que hasta median diplomáticamente entre los interlocutores y esas áreas, poco
menos que sorpresivas de cada personalidad: el charlatán, el ambicioso, el
conspirador, el incansable o el derrotado se dejan ver a partir del tercer
trago –o hasta antes- Sentarse en una mesa para dos -sí se pretende una cita
romántica-, hacerse de una mesa al final
del local –la llamada “mesa puerto”- que permite divisar tanto a náufragos,
encallados o vagabundos; volverse
codiciosos y tomar cuatro puestos, cuando se es un solo comensal; sentarse -y
sentirse- al final del día, al menos un poco más ligeros y distanciados de lo
que nos pesa. Todo esto le da un aura indiscutible a un bar.
La
Vaquera somos todos
La fidelidad es clave entre clientes y proveedores. Un
negocio al detal relaciona personas, fortalece y repite emociones, genera recuerdos,
vende una experiencia de marca, al gusto de cualquier gurú del marketing
contemporáneo. Es un peer to peer antes
de que inventaran el término: aquí,
tenemos una entrega y un cuidado por el local. Ha pasado de padres a hijos, de
hermanos a hermanas. Todos sabemos las reglas básicas de llevar adelante un
negocio: arqueo de caja, puntualidad, respeto a los proveedores, manejo de la
cocina, limpieza y seguridad. De lo que nos sentimos más orgullosos es de nuestros
clientes fieles, en criollo, ellos mismos
se llaman los “puesto fijo”. Muchos vienen a una hora exacta, piden lo mismo de
siempre y se van antes de cerrar. A veces, colaboran con el arreglo de sillas y
mesas, aunque su estadía aquí siempre será para servirlos en todo. A quienes más
queremos es a los adultos mayores, clientes que han estado con nosotros 40 y
pico de años, otros un poquitico más. Los buscamos en su casa, los sentamos en
sus lugares de preferencia, están con nosotros buena parte de la tarde, y los
llevamos de vuelta a sus casas, hasta su próxima visita. Como se nota, son
los devotos de un templo para la conversación y las señales sensibles.
Las
paredes son películas eternizadas
Como en las buenas pelis, en las repisas, los cuadros,
las paredes y las esquinas aparecen significados nuevos, por eso hay que verlas
varias veces, por eso, solicitamos al lector que se una a la parábola de las
películas, que por ser repetidas se vuelven gradualmente amadas, justo como
aquel viejo y ruñido cojín del hogar. Los afiches taurinos, se mezclan con
posters de marcas fuera del mercado y de festivales ochenteros de teatro…
calendarios añejos, de diseño clásico, comparten vitrina con los de sensación vintage, decolorados un poco por las
miradas, otro tanto por el sol.
Un buen bar es un mito incesante y silencioso –audible y
sensual, aunque cueste creerlo- ¿Qué cuenta?, ¿Cómo lo cuenta?, ¿Por qué lo
cuenta? Es el mejor lugar para travesear con el existencialismo etílico, ese
que se olvida, o mejor dicho, solo se recuerda en breves instantes, en aquel
posa vasos… en esa singular esquina…sobre tal o cual taburete, y en especial,
con el rebote de luz cómplice, que nos confirma el valor del repaso o nos violenta
a la maniobra del desdén.
¡Que
pase el perro!
Esto
es una tradición de familia. Los animales pueden entrar, los perritos sí son
como sus dueños: calladitos y aseados. Son
bienvenidos. Aquí en La Vaquera hay amistad. Cierra con seriedad nuestro amigo.
El Caffé Piú
Hay espacios que baten a la desilusión, donde te sueltas
el cabello y te das paréntesis para seguir adelante. Cuando encuentre uno de
éste tenor, cásese con él. En el mar de transformaciones que han sufrido los municipios
caraqueños, en los últimos 20 años, se siente con agrado la incursión de la
belleza artística y el trato delicado al paladar. Las noches y los días se llenan de la energía
de intervenciones plásticas contemporáneas en albardillas, columnas y contrafuertes.
Es donde rezuman el efluvio del café y el bálsamo del vino y se enfrenta el
paladar a postres y bruschetas. Quien
tras la barra dispone las infusiones, oficia a viva voz -o con micrófono
mediante- una ritual de alegría y optimismo diario, que pincha al
ensimismamiento activando las pláticas, invitando a la lectura, al juego, a la
observación de que el destino es una fe activa en la construcción del hoy, de
manera realista.
Ciertas normas se mantienen: buen proceder, buenas maneras, no hay que comprar nada para revisar
los libros. Es lo primero que nos responde el dueño. Bellos y en varios
idiomas, los vemos reunidos en una biblioteca casera, cruzada por la poesía,
los textos de viajes y ensayos que invitan a la reflexión, la autogestión y el branding yourself. En una esquina la
música, salida de un monitor acompaña un desfile playero. El tecno salpica a las modelos en traje de baño, y le da pie al
oficiante, tras la barra, para mezclar algo más que café con leche: en un cross fade profesional, lleva la música
electrónica hasta el pop venezolano.
Con Yordano repite: ¡algo bueno tiene que
pasar, gente!
Ya
es de noche, pero no hay que irse
No será lo mismo la noche que el día, la tarde le pasa la
antorcha a bebidas refrescantes. Rostros desconocidos se unen en mesas cercanas
a los de anclas y entrevistadores televisivos de un naciente canal de noticias
por streaming -VerTVNoticias- En
distintas posiciones universitarios, vecinos y amantes, pasan el tiempo
mientras sonríen y esperan que el tráfico baje en las autopistas a esas horas
tumefactas.
Sagrado
y obsceno
Tratamos
de llevarnos bien con el público, con nuestros vecinos. Nos importa la forma como
nos comunicamos, porque hay jóvenes y niños que pasan cerca y escuchan lo que
aquí se dice. Vienen señoras con sus hijas a tomarse un descanso. Aquí se
venden dulces y refrescos. Al Papa Francisco en un pelón, en un desliz, del
idioma italiano dijo en medio del vaticano “Cazzo” por “caso”. Sí a alguien se
le sale una grosería sin querer se le pasa a la primera, pero si insiste en
decir malas palabras seguidas, sabe que es mejor que las diga en la calle.
Efectivamente, no sabíamos del desatino, investigamos y el
Papa Francisco confundió caso con cazzo
en plena alocución el 4 de marzo de 2014 en la plaza San Pedro. Roma se hizo la
loca, ergo, causa finita.
Che
Pepe
Almuerzos
de ración gorda y nada de doble sentido
Al Che Pepe se
viene por sus platos grandes. Los venezolanos comemos primero por los ojos y la
“papa bien resuelta” es un indicador de calidad y de buena propaganda. Los
batidos de frutas no son aguados y las cervezas siempre están frías.
Me confiesa un vecino de mesa, quien comparte la misma
elección de pabellón criollo, que mi acompañante y yo: Fíjate hermano, este sitio es maravilloso. Parece una vaina de otro
país o de otro mundo. Yo vengo aquí con mi suegro a almorzar y se le nota
contento. Él es evangélico y nunca ha dicho un coño ni en casa ni en la
calle. Este lado de aquí, es un rincón
distinto. Lo dicen hasta los musulmanes, en el sagrado Corán, allí se está en
contra de espiar, maldecir y utilizar malas palabras. Se que también está prohibido
en la Biblia, en Efesios 5:4, me dijo mi suegro.
Escucho a lo lejos un ¡nada
de chistecitos! Luego unas risas en voz baja… y sigue el ritual de pedir otra cesta de pan, un nuevo refresco de cola
y una fría vestida de novia
Estamos entre la Candelaria y el Nuevo Circo, en la
esquina de Ánimas. En esta calle larga y transitada hay de todo: desde
caucheras y licorerías hasta talabarterías y ventas de lotería. Los muros de
las calles soportan altos niveles de movimiento y a veces olvido. Así vive Che
Pepe
Cuando
la ironía es tan peligrosa como el silencio
En tiempos en donde la emocionalidad es un arma política
para la desunión y la incomunicación, ser tanto un hablador directo, como
indirecto se ha vuelto un peligro. Hasta el bufón corre peligro, en ese tipo de
cortes donde se resignifica –manipula, enreda y desenfoca- hasta el contenido
menos mal intencionado. En la calle, pocas son las audiencias que buscan
consumir ideas por encima de la media, muchos ciudadanos solo quieren
regodearse en bromas, que no sean más que meras simplezas o juegos de palabras
manidos. El escape de la carcajada también se ha vuelto peligroso. Por el lado
de los que buscan la risa fácil, serán las inmediateces vinculadas a esa
torpeza ensayada por los poderosos -quienes consistentemente van manejando el
poder político, como una empresa personal que cimenta su propia ilegalidad
fomentando las infracciones ajenas- la comidilla de su hoy. Mañana se olvidan,
pero el lugar donde se escucharon queda.
Allí es cuando el bar también se vuelve un lugar para la crónica, para
el levantamiento de los orígenes, para encontrar la partida de nacimiento del
chiste político que con el tiempo cambia el nombre del gobernante para rematar
en el mismo final de slapstick o de
frase digna de la picaresca española. En Che Pepe son francos: les agradezco que los chistes políticos los
guarden para su casa o el pasillo donde se fuma. Aquí
vienen es a esconderse de sus mujeres. También hay que respetar a los
funcionarios públicos y a los que están con el proceso.
La gran pregunta, por qué no dejar que la gente se
divierta con chistes blancos, aunque tengan tinte político. La respuesta no
tarda en llegar: Yo tengo 39 años en
Venezuela, llevo escuchando los mismo chistes de presidentes, lo único que
hacen es cambiarle el nombre a las esposas y ahí está otra vez, la jodedera,
como si fuera nuevo.
Lo
que dicen los comensales
Simón se guarda sus malas palabras, al volante de taxi.
Es licenciado en Estudios Internacionales, pero la crisis lo llevó a explorar
otras formas de supervivencia. Comenta desde una mesa del Caffé Piú: Bello Monte no es
Baltimore ni es Fergusson, tampoco Kiev. Pero todas se alzaron frente a gobiernos
y uniformados, por diversos motivos.
Mauro agrega: en
las protestas del 2014 los excesos de la Guardia Nacional afectaron a todos los
vecinos. Un efectivo lanzó lacrimógenas hacia apartamentos del primero y
segundo piso. Una pareja de profesores jubilados de la Universidad Central de
Venezuela, comunistas de toda la vida, perdieron a 5 perritos que cuidaban como
a sus hijos, cuando les quemaron el apartamento. Siendo los más amables de la
zona, terminaron mudándose de país. Aquí les picamos una torta y le hicimos su
despedida, junto a los que todavía tienen hijos presos por salir a reclamar,
frente a un gobierno que ni los profesores pudieron justificar.
Alberto es colombiano, tiene 5 años almorzando en Che
Pepe, al final de las tardes, cuando hace calor es la mejor parte de su
día: me fajo a jugar dominó hasta que va
cayendo el sol…después me fumo un cigarrito, que compré detallado y me voy
caminando hasta el Metro de La Hoyada.
Gerardo es de Trujillo, trabaja como camarógrafo de
televisión: si hay que esperar que venga
el Metrobús, nada mejor que refrescarse al menos una hora en el Caffé Piú.
A veces, dejo una botella de tinto por la mitad y me la voy terminando entre
pautas y pasapalos, en la semana.
En La Vaquera,
Cecilia va con su novio, un motorizado, que conoció allí mismo, y que deja de
trabajar antes de las 3 PM. Su nueva casa, queda en un barrio cercano a Chacao,
en los pasillos de las vecindades, articula mientras le pone hielo a su vaso: en la casa me calo un montón de vulgaridades
de boca de mis tías y sobrinas, de las que jamás soltarían en La Vaquera.
Cada local un plato. Cada plato un mundo
En cada local muchos buscan el gran plato, el sabroso a
toda prueba, el mejor presentado. Alimentarse por saciedad o por línea de un
continuo. El espectáculo es total. Los locales son un carrusel de los
visitantes, dice el portu de mayor edad que atiende, los miércoles el Che Pepe. El verdadero mundo está detrás del mostrador, dice el timonel del Caffe Piú. Aquí a las mujeres jóvenes se les sigue tratando de señorita, en lugar
del popular “chica”, de moda en estos días, apunta sonriente una de las
dependientes de La Vaquera.
¿Cuántos
vamos con la boca sucia?
No se sabe sí en estos disímiles locales han leído el
manual de urbanidad de Manuel Carreño quien en el capitulo V – “del modo de
conducirnos en sociedad”, en su articulo I- detalla la importancia de escuchar
y de darle a la conversación elementos de respeto al otro, se aconseja acerca
del volumen de la voz, y de los tópicos que deben tratarse a la mesa, de la
correcta dicción e incluso de la necesidad de no mostrar ni el bolo alimenticio
ni mucho menos, hablar con la boca llena.
Adiós
a la grosería
La grosería se va quedando sola, parece vivir lo que un
personaje del género romántico: quiere estar con el amado, es decir con el
grosero, pero le toca convivir con quien no la desea, incluso con quien la
desprecia; la perfecta comunicación vive un conflicto de culebrón sin
comerciales de jabón en el medio.
Intuimos -por no decir que sabemos, porque también lo
somos- que el caraqueño promedio se desata en malas palabras dentro de sus automóviles
y fuera de ellos, poseídos por los malos dioses del volante; sabemos que
condimentamos con ingenio las invectivas arrojadas desde las gradas de los
estadios de beisbol y futbol; las mujeres aumentan su nivel de vulgaridad en las
despedidas de soltera; las cadenas presidenciales aumentan los niveles de
incredulidad, mordacidad desbocada y mal hablada en Twitter; una grosería
después de un golpe de martillo -o del choque de un dedo del pie contra una
mesa- resulta mucho más liberadora que esperar por el alivio de compresa fría. Los
piropos que usamos nos definen tanto, como las blasfemias y genitalidades
verbalizadas que liberamos, y que son, un escape natural de nuestro aparato
anímico.
En este recorrido triangular por tres puntos donde las buenas
palabras y el sentido común parecen ser la regla de un mundo anarquizado por la
vulgaridad y las persecuciones a la libertad, pareciera que beber no es problema, sino lo que se hace
con la bebida en el cuerpo y el cerebro. Al decir de muchos, habría que seguir
la conseja de Jonathan Swift: bebo poco,
olvido mi vaso a menudo, aguo mi vino y me retiro antes que los demás, lo cual
creo que es una buena receta para la sobriedad.
@ortegabrothers
Fotos de Saúl Uzcategui
Fotos de Saúl Uzcategui
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