Monday, December 06, 2010

San Rafael del Remolino


Sowing

It was a perfect day for sowing; just

As sweet and dry was the ground

As tobacco-dust

It tasted deep the hour

Between the far

Owl`s chuckling first soft cry

And the first star

A long stretched hour it was

Nothing undone

Remained; the early seeds

All safely swon

And now, hark at the rain

Windless and light

Half a kiss, half a tear

Saying good-night

Edward Thomas

(1878-1917)


“¡Que frágiles son los conejos! Que rápidos, pero endebles son esas bestiecitas color tierra, aguijoneadas por el soplo de la muerte, cortadas para siempre en su carrera a la fortuna animal con milagrosa facilidad. De una pedrada en el cuerpo, de un golpe a la cabeza, de un palazo certero cuando se les se les cacha a la brava. ¡Hasta de un susto se les paraliza el corazón si los rodean los perros!”.

Así, vagaba entre los cuartos de su mente –palabras más, palabras menos- Esperanto, en su recurrente y sesudo soliloquio. Con él marchaban tres hombres: dos para morirse y otro para empujar hasta los límites la faena. García, uno de los condenados, guapeaba con la mandíbula ardiéndole, sobre la piel le caminaba un latido largo y lento, ora cercano, ora distante. Benavides, su compañero de destino, maldecía en voz baja al no poder conciliar su constante y vieja buena suerte con esa embrujada caminata nocturna. Gracias al sudor, al frío -y tal vez a haberse concentrado en su propia respiración- García imaginaba que ya nada le dolía. Benavides apretaba el codo que goteaba largas gotas de tibia sangre… lágrimas tintas, frescas y espigadas, que confundidas en su salto hasta la brisa y el polvo, se amasaban en un puño sucio de memoria, abandono y olvido.

Esperanto, siempre ocioso, les daba pequeños coscorrones con la punta del cañón: “de tín marín de do pingué, cúcara mácara, títere fue”. Era un largo 22, terciado y hediondo –a partes iguales- a violín, a orina de perro, a cerveza y sol. Los cocotazos no cesaban: uno para García, otro para Benavides, otro para García, otro para Benavides. Los dos infelices sufrían caminando a tientas en la oscuridad, poniéndose a ratos en el lugar de aquellos escoltados por sus propias sombras, hasta ocultos degolladeros. Aún así se creían más corajudos, con mejores nervios –y menos femeninos- que aquellos viejos muertos: los ganados a voluntad y tiempo; los que hoy habitaban mudos, algún pedazo de sus conciencias.

- Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

- Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

Cada cinco pasos caían al menos una vez, para levantarse lentos y volver reincidentes abajo. Esperanto no reía, se distraía en su paso lento, en el sonido de sus botas de goma resbalosas. Simplemente, gozaba un mundo blandiendo golpes de acero sobre las cabezas sudadas, zigzagueantes, y ahora húmedas por la breve llovizna, de sus prisioneros. Toñito muy chusco, llevaba la linterna y la movía regularmente –contando siempre hasta cinco- para que los “dos pajaritos amarrados” se tropezaran, se empantanaran, se conectaran tierra a tierra con el monte, la mierda de vaca y cada vez menos, con botellas y latas vacías.

García y Benavides –uno grotesco y otro menos ogro- tuvieron tiempo de sobra para pensar cómo los habían contratado… cómo habían llegado hasta ese hirviente destino –que por obra del miedo, de súbito se aventuraba gélido-… cómo los habían sorprendido: “¡todo por pedir una dirección… por la flojera de no ver en el mapa… por la mala leche de meterse a la hacienda equivocada!”. Pero eso, ya no era importante. Sin sus armas, y sin la manera traicionera de cumplir con sus obligaciones, el mundo -durante ésta extraña marcha- les comenzaba a ser verdaderamente hostil.

Aunque todo sugiriera una matemática tanda de confusiones, nadie era inocente. Pagar cuando se comparten las artes de Caín no debería dar coraje, tan sólo un poco de molestia…como le molestaría la espalda al turista al final del día… como le arde el sexo a una prostituta luego de una enormísima jornada… como le quedarían las manos, luego de hacer veinte kilos de masa, al más tenaz de los panaderos.

-“¡Ah bordón!…a éste caraqueño no le hizo falta esperá la lluvia pa´ ver la crecida”.

Recitaba Toñito, mientras se apretaba el bojote y se recostaba aleatorio, lascivo y pendular entre las nalgas de los condenados caminantes. Se reía y emocionaba, tomando grandes tragantadas de anís. A Esperanto le arrechaban las mariconerías de su compadre, pero jamás hubiera trabajado con otro sujeto que no fuera ese coleador de toros, taciturno e hiperexcitable.

Toñito, con cuidado de no virar la botella, se ajustaba el koala –adentro de éste, la pistola de García y su propio revólver: “el treintiochito de siempre”- amen de ciertas piezas útiles varias. En la mano izquierda sostenía la vieja Ingram de Benavides, con su correa recién hecha y su maldición a cuestas. Benavides, el sangrante, esperaba contársela al nuevo dueño, si acaso no lo ejecutaban por la espalda, como sólo lo hacen los que quieren salir de todo pronto, para irse al burdel… o a la casa… o al férvido porro que quema la garganta y amortigua el hormigueo metálico de los moretones. Entre aquellos condenados, cada pisada redundaba en mayor rabia, en más humillación y menor chance de salir bien parados de ese laberinto de árboles frutales.

-“Caminen otro poquitico más. Ya falta un ahí mismito para que descansen”, sopló Toñito, chispeándose los labios de aquel licor dulzón, que de paso llegaba entre eructos, idéntico a un trago servido sobre el rostro de Benavides.

-“Antes de que me mates, por cierto…tengo que contarte algo de La Rapidita…de la metralleta esa que te voy a regalar”. Dijo sin voltear la cabeza Benavides.

-“¡Ah!...¿conque habladorcito hasta el final?... suelte ahí socio”, respondió con sorpresa Toñito, mientras se cruzaba la correa del arma de guerra, entre pecho y espalda.

-“No le saque conversación”, interrumpió Esperanto, mirando de reojo a su compañero. “Mire que usted es como entregado pa´ ser veguero… y no puede ver un catirito porque hasta le compra una miniteca”.

-“No, que hable. Que sea como dicen en televisión... su último deseo. Y como no hay cigarro antes de morirse…que eche pa´ juera pués”. Estimulaba sonriente al desdichado, Toñito, un poco menos cachondo.

-“Mira hermano, esa metra… esa metra… esa metralleta, se la regaló un oficial, que se enfrentó a la guerrilla en los sesenta… a un caballero de apellido Salinas, ¿tu ves?”, narraba pausado Benavides, respirando en cada punto para no tartamudear tanto.

-“Ajá, siga que lo estoy escuchando. Ahora póngase por aquí… al lado de la mata de mango”, pronunció entre libación y libación Toñito, mientras con la mano izquierda sobaba el cierre del koala.

-“Pero antes de regalársela el militar se volvió loco… y mató a toda, a toda, a toda la familia…después, con esa mismita metralleta el mismo señor Salinas…”

La frase quedó incompleta. Dos disparos a la cara sirvieron de pausa funesta. El cuerpo de Benavides terminó ido de espaldas, rodando suavemente hasta una zanja oculta entre la oscurana.

-“Ay, tu compadre se jodió”. Comentó irónicamente Esperanto, mientras se rascaba la lengua con los dientes frontales.

- “Verdaderamente es”, repitió guabinamente el bobote secuaz.

- “Se puso Scherezade el hombre, alargó Esperanto. “Y una vaina te digo: éste coño que estás viendo aquí tendrá pinta e´ bruto, pero de muchacho agarró todos los cursos que pudo en el Ateneo de Zaraza ¡y de cuentos sabe un kilo!”.

García se arrodilló del pánico, entre un grito ahogado y un serpentino movimiento de su mandíbula rota, representó esa rutina que tantas veces le tocó ver: un liar de tripas rebelde. Un caldoso y disonante gas cerraría el numerito.

Esperanto apuntó con el rifle a menos de dos cuartas. Un tiro a la cabeza acabó con el llanto. Con ayuda de Toñito arrastró el cuerpo de García hasta una segunda zanja, a casi cuatro metros de la que ocupaba Benavides. Esperanto vació sus bolsillos y de ellos extrajo cuatro figuras romboides. Con severa atención se puso a decidir sobre ellas:

-“¿Coño?… ¿éstas o éstas?

Con verdadera -e ingenua- inquietud Esperanto le preguntó a Toñito:

-“¿Qué sembramos hoy compadre?... ¿aguacate o mango?”

-“Yo creo que mango. Porque aguacate ya tenemos en el terreno de atrás donde están los cochi cochis”. Replicó Toñito con mirada bovina y con el tono correcto… el de un verdadero peón veterano.

-“Sí va”. Asintió Esperanto, abriendo el acento a su pasado caraqueño.

Con un tic raro, que casi le empujaba la nariz fuera del rostro, le pidió una linterna a Toñito y en cosa de un minuto, volvió con dos palas herrumbradas. Sobre las tumbas, recién habitadas, volcaron unas montañas parejas de tierra -ahora materializada en lodo al arreciar la lluvia-. Entre las capas de uno y otro agujero lanzaron -jugando a los azares- sendas semillas.

- Discplay oyó, sopló Esperanto

- ¿Cómo?, murmuró Toñito

- Sí, discplay le dicen ahora, me lo dijo el compadre Alexander, el que se metió a pato y ahora vive en Nueva York…Es Discplay recuerde, miniteca era cuando éramos tripones.

Regresaron por donde vinieron, un poco más cansados y con la premura del amanecer a cuestas.

Apagando la linterna, se alejaron sin notar lo que dejaban como herencia: un paisaje prudente, un mezclar de hojas y limaduras grises, un crimen próximo a una acuarela. Bajo todo, una dupla de sepulcros simétricos, dulces y fructíferos, del tipo de los que sólo se enorgullece el llano inabarcable y hondo. De esos que al existir recuerdan que:

Donde haiga semilla que crezca

No hay trapo que vista momia

Ni hueso que suene en la noche

Ni muerto que pida hostia


1 comment:

Anonymous said...

Excelente cuento hermano!