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Hijos de la sal
Joaquín Ortega
La estrechez, la soledad y el erotismo van girando dentro de
un circuito de emociones del que ni siquiera muerto se puede escapar. Ya sea
que nuestro acercamiento a la realidad sea en clave literaria, teatral,
cinematográfica o televisiva siempre será la narrativa dramática la que
produzca la cortadura más profunda en nuestra memoria.
En Hijos de la sal
(Luis y Andrés Rodríguez, Venezuela. 2018) encontramos una mirada brava y
poética, a la vez. Vemos un ahogo familiar, trenzado en la cotidianidad y en aparentes
determinismos. Con mucha pasión -y suficiente astucia- los directores cuentan
una historia de metamorfosis y descubrimiento… de desconsuelo y de abuso, pero
en especial de indecisiones por superar.
El círculo familiar íntimo compuesto por Evaristo –José
Torres-, María –María Alejandra Jiménez- y Enrique -Terry Goitía- afronta a la
muerte, al destino y a sus propias pulsiones humanas. Todos parecen haber
vivido con urgencias, aprietos, rupturas…generando biografías llenas de una
madurez apresurada, bordada por un cúmulo de directrices confusas ante el
mundo: quienes supuestamente más nos aman, peor nos guían.
Éste núcleo protagónico inicial, dará pie a diversas interrelaciones
con otros personajes –el amigo, vuelto padre putativo… la vecina solidaria… la
conquista adolescente en motocicleta- cuyas presencias serán, indistintamente precipicio
o salvavidas, todo esto en función de alcanzar -más adelante- una nueva orilla.
El contexto estético y temático recuerda inevitablemente a
ciertos acercamientos criollos como Simplicio
(Franco Rubartelli, 1978) o El
rebaño de los ángeles (Román Chalbaud, 1979), pero en ésta oportunidad se
reducen los diálogos y se vigorizan contenidos con una continuación de
texturas, experimentos en la perspectiva y magia visual desde la colorimetría
naturalista. Resulta tremenda la riqueza de planos y contraplanos. Algunos de
estos ejemplos pueden encontrarse -entre otros- en la escena de Terry,
viendo hacia abajo desde una plataforma o puente metálico. Ésta disposición
saca al espectador de la observación natural y nos encarcela en una perspectiva
fugazmente angustiante. Otro ejemplo brillante es el del primerísimo primer
plano del ojo de José Torres, frente al centelleo de una lámpara. Esa
combinatoria entre piel quemada y arrugas, nos conduce a un callejón hermoso y
cruel de donde es imposible evadirse: ¿estamos frente a un ser -mitad hombre,
mitad dragón- o, por el contrario, lo que estamos viendo es lo que la rabia de
su villanía nos empuja a interpretar? Hermosa resulta la escena en el tanque,
donde no solo se lava la ropa, sino que el agua dulce aparece contenida y
relegada, frente a la presencia fílmica del mar y las salinas.
Muchos son los ecos que la historia central pudiera traerle a
los lectores. Pareciera concurrir el fantasma de la obra de Anaís Nin, en ese
momento, en donde la hija y el padre restallan en un combate final, perdido por
ambos, desde el principio…o cuando el hermano menor, se estrena en voyerismo y
morbo desde un lugar supuestamente seguro. Estamos -a veces- frente a una suerte
de violencia purista y ambiental enganchada con William Faulkner en Luz de agosto…también, late cierto dolor
fraterno como en La oscuridad exterior de
Cormac McCarthy…Asimismo, resuena un sueño de escapatoria, definido en los
últimos Buendía en Cien años de soledad de
Gabriel García Márquez. Ya sea que vayamos con la mirada limpia o con el
cerebro contaminado por el folklore, la mitología… Shakespeare, Celine, Calderón o Lope de Vega
-¡inclusive, la TV de Game Of Thrones de
G.R.R Martin!- ésta película mueve por dentro más de un escrúpulo y más de un
silencio.
Visualmente la continuidad y la fragmentación pudieran jugar
ciertas trastadas si llegáramos a distraernos. Mucha de su factura habla del
oficio documentalista de los hermanos Rodríguez. Incluso, ciertas imágenes –muy
a los Akira Kurosawa- pudieran convertirse
en metáforas autónomas por derecho propio: un cangrejo amarrado con
plástico a un madero, en una especie de crucifixión producto de la
inconsciencia ante el reciclaje….o el nacimiento de una oruga o un bicho -colorido
e indeterminado- bajo el sol y contra el viento hecho, ahora arena. El sonido ambiente
es un personaje en sí mismo, aunque nos rebase el lugar común. Con pocas
frases, muchas veces son los cuerpos quienes crecidamente actúan. José Torres sienta
cátedra a sus 90 años –hoy 93- con una robustez y un manejo de escenas tan
vitales como indóciles.
Sin duda alguna, el sol no quema tanto como las emociones y
lo que deja claramente la historia de ésta familia, es que hay mucho más futuro
en malos comienzos que en aspiraciones supuestamente perfectas.
Por cierto, a todo ecologista que vea Hijos de la sal se le hace saber: que ningún cangrejo ha
sido maltratado durante el rodaje de ésta película.
@ortegabrothers
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