El pliego y las almendras
Joaquín Ortega
I
El hombre que arrastraba el fardo con los pliegos repetía
la frase de su maestro: “olvidar el aprendizaje, abandonar la mente, estar en
armonía sin ningún conocimiento consciente de la misma: esta es la consumación postrera
de la quejumbrosa marcha al final del camino”. Aquel mentor esponjaba la
memoria para recitar en voz baja: “la espada que mata”, pero el alumno, era
poco precavido y a cada éxito mercantil, lo volvía un poco más glotón y un poco
más fatuo.
En su boca lamía una almendra.
Al igual, que el gran maestro Miyamoto Musashi, quien vencía
sin hacer daño -ya que a la inversa, no se puede sino llamar a las serpientes-
el minorista de un bulto con cintas, rebuscaba palabras que se filtraran
dulces, pero que se portaran venenosas en potencia. Que toda frase paralizara
al animal humano frente a la mercancía, que le dieran una diminuta muerte, y que una adicción resultara de su embrujo: como
si rumiaran una almendra.
II
Fujiwara Tadamichi acostumbraba dejar entrar al número
correcto de cortesanos a sus aposentos, por eso Lu y Teri hicieron el viaje;
uno de los primeros que harían sus familias, entre las islas y el continente.
Llevaban un espíritu claro y un material nuevo: ligero, flexible y en blanco.
Perfecto para el dibujo, fácil de llevar y resistente al hielo y al fuego. Se
trataba de un textil próximo a los tonos de la almendra.
Una historia, tal vez ficticia, hablaba de cómo una línea
de elefantes de guerra, le abren paso a la caballería. Frente a estos, una ola
de arqueros deja las monturas al movimiento de una bandera. Nadie cree lo que
ve, es una victoria de mongoles, vista por los ojos de un mediterráneo
esperanzado en el regreso y la fortuna. El año es 1277, y a casi nadie le
importa. El registro cuenta la despavorida acción de unos cuadrúpedos extraordinarios
que se vuelven contra su propio orden de batalla. Las flechas pudieran ser
mortales, a pesar de que sus puntas fueran tan delgadas como una burda
almendra.
III
El insular muestra el papiro, escribe sobre este, lo
destapa sobre una tabla y juega a la participación, a la maniobra destructiva,
a la ruptura, a la quema y el cincel. No hay magia detrás de sus ejercicios ni
en el manejo diáfano del sublime tejido, que pretende hacer llegar solo a manos
de los óptimos. Ese pliego no soporta la fuerza del viento o de las manos que
lo llevan de aquí a allá, pero si es un reflejo perenne del fracaso, a todo
intento destructor que lo intente corromper.
Una fila se hace y varios hombres de ciencia, aventureros
y curiosos intentan darle despedida al objeto frágil solo a la vista: fuego,
barro, azufre, cuchillos y hasta dentelladas demuestran que el vendedor lleva
sobre sus hombros, por decir lo menos, una borrasca de buena fortuna. Entre
tantos enemigos, sigue siendo un Samurái. Entre sus labios, gira diminuta, poco
más o menos, una chica y láctea almendra.
IV
Un correo real lleva al límite a su jaco, en algún
período más enérgico. Los cascos fulguran cuando pasa cerca de las minas. El
suelo ayuda a que se fortalezca la leyenda del propio animal y su ascendencia:
monstruosas y rítmicas explosiones, pretenden darle fuerza y propósito a la
noticia de los amores ilícitos que el joven Hsao lleva hasta su viejo padre, hoy
alumbrado por la juventud de unas faldas y la riqueza del pillaje militar.
Apenas dar la noticia, su hijo consigue la prisión y el
olvido. Es mayor la ceguera producida por
el músculo sano y la piel fresca, que la versión acaso descarriada del
heredero. Atreverse a desconocer las manos que ocasionan sus nuevos afeites,
cierra la puerta con sangre y despide al amor de padre. En sus desvelos, el
joven cuenta los días de su encierro, observando los nimios surcos de una rancia
almendra.
V
El rollo de originales es colocado sobre las espaldas de
varios mayordomos. Algunos escuderos abren paso para que lleguen con bien al
castillo del señor. La suma sin ser exagerada, pudo haber alimentado a un
pequeño ejército. La disipación y el placer van de la mano según el I Ching, y de esto hay muchos escribanos
y capitanes que van rumiando en silencio sus pareceres.
Hay un encargo adicional: buscar una caligrafía digna de
la felicidad del señor y de sus triunfos en batalla, que cuente el tamaño de su
estrella en los afectos y de su agradecimiento a los dioses. Un hombre, ya con
el sol en sus espaldas se ofrece -y en lugar de partir, con lo bien ganado en
su mercancía invulnerable- es la voz avara y la soberbia, las que lo guían hasta
un salón donde se narra -a dos voces amantes- la historia de conquistas de
heredades y de alcobas. Esos cabellos -y esa cintura- distraen a los hombres,
por la sutil mezcla de danza femenina y perfume como de un millón de almendras.
VI
Un conejo se dibuja a ratos sobre el suelo, una
dentellada, el caparazón de una tortuga, un león en posición humanizada. Tres
cuerpos se estiran exánimes frente a un pozo dorado, rojo y blanco. La historia
de sus laureles, hoy vistos crímenes, quedaron tras de sí, a fuerza de voces ligeras.
Los protagonistas descollaron en
pinceladas y frases elegantes sobre cada uno de sus lances, usurpaciones,
desmanes e ilícitos. Este papel, de fuerza casi sobrenatural, guardó con esmero
la historia que apoyaba la versión del hijo, sobre la conducta de su madrastra
y los excesos poco honorables de su padre.
Hsao, no obstante reflexivo, veía con ceño severo el giro
funesto que también afectaba a su linaje,
sus relaciones futuras, sus nexos y vecindades: extranjeros japoneses, mongoles
y marineros de todo tipo. Así, contra ese telón de pensamientos aceleró un
fuego y ordenó envolver los tres cuerpos en el papiro, avivándolos diariamente -mientras
las estrellas alumbraran desde el cielo- con una mezcla especial de rezos y
aceite puro, elaborado a base de las mejores y
más dulces y más perfectas y puntiagudas almendras.
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